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Channel: La ciudad que viví
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Tardes de ilusiones en el cine Hércules

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Nací en Ferrol, pero siendo aún muy pequeño me vine a vivir a esta ciudad debido a que mi padre, Ramón, era militar y fue destinado al Parque de Automóviles, por lo que se trasladó con mi madre, Carmen, y mis hermanos Constantino, Carmen y Adela. Nos instalamos en la calle Curros Enríquez y fui al colegio del mismo nombre, del que muchos años después fui cofundador de la primera asociación de padres de alumnos. La calle de Orillamar fue testigo de mis andanzas como chaval, época en la que tuve como amigos a Lens, Tuero, Manuel Míguez y José Blanco, con quienes formé mi pandilla en esa zona, aunque también conocí en otras circunstancias a Paco Vázquez, Carlos Pérez, Longueira y González Chas. Nuestras zonas de juegos eran también el Campo de la Leña y las calles de la Torre, San Juan y San José, donde los chavales jugábamos a lo que podíamos, ya que en esa época apenas había juguetes y una pelota que no fuera de trapo se consideraba un tesoro.

Basanta, agachado a la derecha, con su pandilla en el muelle de Calvo Sotelo.
Antes de que terminara la construcción del dique de abrigo, los chavales de mi pandilla bajábamos por los Pelamios hasta la playa de San Amaro, la Torre de Hércules y la playa de las Lapas. No puedo olvidarme de los buenos ratos que pasamos en el cine Hércules, que con las películas que proyectaba abrió los ojos y las ilusiones a los niños que al salir soñábamos con vivir aquellas aventuras, ya fueran de vaqueros o de hazañas bélicas, por lo que esa sala pervive en el recuerdo de muchos coruñeses de aquella zona de la ciudad.
También tengo que recordar los momentos que pasé con mis amigos en las calles de los vinos, en las que los días festivos casi no se podía andar por la cantidad de gente que paseaba por ellas y saborear las buenas tapas y vinos que se ofrecían en los muchos bares que había, entre los que nosotros frecuentábamos el Pacovi, la Traída y el Sanín. Algunas veces nos íbamos a los bares de la Ciudad Vieja, aunque también acudíamos a los de nuestro barril como el antiguo Fiuza, el Odilo y el Huevito.
Como a todos los chavales, la buena vida se me acabó al tener que hacer la mili y al acabarla, como era difícil encontrar un trabajo, mi padre me influyó para que entrase en el Ejército, lo que hice finalmente junto con mi hermano Constantino para desarrollar toda mi vida profesional hasta jubilarme hace varios años como comandante. En mi primera etapa como militar me aficioné al fútbol, sobre todo como seguidor del Deportivo, al que aún sigo hoy en día, aunque también lo hice al tiro olímpico, de cuya federación provincial fui directivo, por lo que conocí a un gran número de tiradores de primera fila, como González Chas, Eveline y Eduardo, quienes participaron en varias olimpiadas y campeonatos internacionales, ya que fueron los mejores de la ciudad. Recuerdo como anécdota que durante mi estancia en la federación, poco después de haber muerto Franco se presentaron allí unas quince personas de izquierdas que solicitaron federarse para poder contar con licencia de armas. Cuando les pregunté la razón de que vinieran tantas personas a la vez, me contestaron que querían poder llevar armas como los de derechas. Como los trámites exigían presentar certificados de penales y de buena conducta, al final solo pudieron darse de alta unos pocos.


El diente del cachalote del Orzán

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Nací en la calle de San Nicolás y a los pocos meses de nacer mis padres, Gerardo e Isabel, se trasladaron a vivir conmigo y mis hermanas Loli e Isabel a la calle Rubine, donde residimos hasta que cumplí los cinco años, momento en que nos mudamos al edificio que tenía el Ministerio de Trabajo en el muelle de la batería, justo detrás de la Jefatura Superior de Policía, ya que mi padre fue el conserje de ese inmueble hasta su jubilación. Por aquel edificio, desaparecido hace poco, pasaron desde comienzos de los años cincuenta cientos de gallegos para sellar su cartilla de emigración que mi padre luego tenía que revisar cuando estas personas subían a los barcos con rumbo a Venezuela o Argentina.

Mi primer colegio fue el don José en la plaza de Pontevedra, donde estuve hasta los ocho años e hice mis primeros amigos, como Fernando Ceide, Manuel Pardo, López y Eduardo, con quienes compartí juegos en la zona de la antigua Casa de Baños de Riazor, la fábrica de gas y los muros de Cervigón, que limitaban con una pequeña playa donde antiguamente se tiraba toda la basura de la zona del Orzán. Recuerdo que en esa época llegó allí el cadáver de un gran cachalote y que estuvo muchos días despidiendo un fuerte olor y atrayendo a centenares de personas que venían de toda la ciudad para contemplarlo. Mientras que esperaban a que viniera personal de la factoría ballenera de Caneliñas para trocearlo y llevárselo en un camión, los chavales de mi pandilla logramos hacernos con uno de los colmillos del cachalote, que aún guardo como un tesoro.

Al igual que muchos otros chavales, usábamos aquel estercolero como zona de caza de gorriones, para lo que utilizábamos los clásicos gramiles o una escopeta de balines de nuestro amigo Cholas que le había hecho su padre, aunque había que tener suerte para que no se atascara el balín, ya que casi no tenía fuerza para disparar. Tras cazar los gorriones, los llevábamos a freír y comérnoslos a una pequeña cueva que había en las rocas, a la altura del colegio de los Salesianos.

También solíamos hacer trastadas con el carburo de la fábrica de gas que tiraban en la escombrera, para lo que metíamos un trozo de este material en una lata o botella con agua y la dejábamos en una rendija de las piedras de la Coraza hasta que reventaba con el gas. Para conseguir algunas monedas, recorríamos los alrededores del antiguo parque de bomberos para buscar chatarra que vendíamos a las ferranchinas del Orzán o de Ángel Rebollo.

 Gerardo, en su infancia, de paseo por los Cantones. / la opinión

A los doce años mis padres me llevaron a estudiar a la academia Zur, donde conocí a nuevos amigos como Victoriano el peluquero, Josechu Malde y Fidel el de la viuda de Chas, con quienes empecé a jugar en la zona de los pijos, como se conocía al palco de la música y la estatua de Curros Enríquez en los jardines de Méndez Núñez. Para ir al cine teníamos que esperar a que nos dieran la paga, con la que acudíamos al Kiosko Alfonso, Doré, España, Gaiteira y Monelos, ya que eran las mejores salas para que los chavales lo pasáramos bien, ya que si no nos gustaba la película o se iba la luz podíamos armar todo el barullo que quisiéramos.

A los quince años me tuve que poner a trabajar para ayudar en casa y lo hice como aprendiz en la Inspección Provincial de Trabajo ayudando a mi padre, aunque compaginé esta labor con mis estudios nocturnos en la Academia Puga. Mantuve este empleo hasta los diecinueve años, en que una orden ministerial obligó a que el 75% de esas plazas las ocuparan los militares, y a mí me tocó dejar la mía libre.

A esa edad ya formaba parte de la que sería mi pandilla hasta hoy, integrada por Ernesto, Lolo, Manrique, Sito, Fariña, Meilán, Montoro, Pepiño, Miguel, Siso, Fernandito, Manolo, Chicho y Capelete. Los festivos nos íbamos al baile del Circo de Artesanos, en el que había un gran ambiente, aunque también nos íbamos al baile de las solteronas en La Parrilla, pese a que no era de nuestro gusto por la pequeña pista que tenía. En verano nos íbamos al Orzán y al arenal de la Coraza, donde se reunían todas las peñas de amigos de la zona, a las que visitábamos, como la de los huevos, el pozo y las gaviotas.

Tuve que hacer la mili en Madrid en Artillería y la verdad es que no pasé muy bien, ya que el único recuerdo bueno que tengo es haber participado en el Desfile de la Victoria de 1968, porque nos dieron muy bien de comer, aunque a las seis de la mañana ya estábamos formados y a las once, como ya hacía mucho calor, nos dieron unas hojas de repollo frescas para que las metiéramos dentro del casco y que el solo no nos hiciera daño, lo que era una tecnología avanzada en el ejército español.

Al terminar la mili volví a trabajar al puerto, aunque ahora como oficinista en la Oficina de Trabajos Portuarios, donde acabé por desarrollar toda mi vida laboral. En los años setenta comencé a practicar culturismo en el centro cívico deportivo del Barrio de las Flores y en el Oza Juvenil, actividad que practiqué durante casi treinta años y con la que participé en competiciones por toda Galicia con compañeros como Fernando Eiroa, José Luis y Mariano Gavilán.

A los cuarenta años comencé a entrenar a equipos de fútbol de alevines del Puente Pasaje y del Orzán, afición que sigo practicando. Tengo tres hijos, María, Gerardo y Sara, quienes ya me dieron tres nietos. Ahora, ya jubilado, mis aficiones son la pesca con caña y reunirme con mi peña de amigos del Orzán para pasar buenas veladas recordando los viejos tiempos.

El joyero que acabó de patrón de pesca

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Nací y me crié durante los primeros años de mi vida en la calle Cordelería, justo enfrente del local de alquiler de bicicletas Regueira, donde viví con mis padres, Felipe y María Dolores, así con mi hermano Rogelio. Mi padre, que nació en Montrove, fue conocido en la ciudad por haber trabajado primero en la Fábrica de Armas como tornero y delineante y después en la joyería para los talleres Araújo y Castro.
El trabajo de tornero le permitió aprender a hacer los troqueles de las pulseras de los relojes y, con el tiempo, él mismo llegó a montar su propio taller en la calle Barcelona, donde aún muy joven me inicié en ese oficio, por lo que tras la muerte de mi padre en los años setenta, mi hermano y yo nos encargamos del taller, que acabó cerrando en el año 2000.
Mi primer colegio fue la academia Vázquez, ubicada en el Pórtico de San Andrés, en el que estuve hasta los seis años, edad a la que me enviaron al colegio Eusebio da Guarda, donde conocí a mis primeros amigos, como Carlos, Trapiello, Janarid y Paquito, con quienes lo pasé muy bien en aquellos años, de los que guardo un grato recuerdo, en los que cambié varias veces de domicilio hasta que finalmente nos instalamos en la calle Corcubión en los años sesenta. Allí fue donde hice mis amigos de juventud, que ya lo fueron para siempre, entre quienes están Pedro, Víctor, Manolo, Joaquín, Pablo, Montse, Mari Carmen y mi hermano Rogelio, con quienes jugaba en el campo que teníamos delante de casa, ya que entonces todo el barrio era campo y las pocas calles que había estaban sin asfaltar, por lo que en invierno te ponías perdido.

El autor, en el centro, con sus amigos Joaqu�n y Manolo en una jornada de pesca submarina.

Como la afición de mi padre era la pesca de caña, desde pequeño solía acompañarle los fines de semana, ya que lo pasaba muy bien con él, por lo que estuvimos muy unidos y conservo un gran recuerdo de aquel tiempo. Gracias a aquellos días de pesca, empezó a gustarme todo lo relacionado con el mar y, al ver una vieja película de pesca submarina con varios amigos de la pandilla, empecé a practicar este deporte con mis amigos Joaquín y Manolo. Recuerdo que para evitar el frío del agua al principio nos poníamos un jersey grueso del Ejército, hasta que con el tiempo conseguimos comprar nuestro primer traje de neopreno. Seguí practicando esta afición hasta que llegó a convertirse en mi profesión, puesto que me convertí en armador y patrón de mi barco, el Rosfel, con el que me dedico a la pesca del día hasta que el cuerpo aguante.
A partir de los quince años, los chavales de mi pandilla comenzamos a acudir a los bailes y salas de fiestas de la ciudad y los alrededores, entre los que más nos gustaban estaban el Cassely, Cinco Estrellas, Rigbabá, la Granja, Finisterre y Circo de Artesanos. En todos ellos se ligaba mucho, a pesar de que las chavalas siempre estaban vigiladas por la clásica carabina, la tía o madrina que procuraban que no te acercaras mucho a las chicas cuando bailabas con ellas.
Las fiestas de Labañou, Arteixo, Lañas, Santa Cruz, Mera e incluso las de San Froilán en Lugo estaban entre nuestras favoritas, a las que con el paso del tiempo llegamos a acudir en nuestros primeros ciclomotores, que habían pasado por varias manos y que pudimos comprar ahorrando como locos. Con aquellos vehículos llegamos a intentar practicar el motocross en los montes del paseo de los Puentes y en el monte Rancheiro, en O Ventorrillo, donde adquirimos experiencia para participar en los primeros campeonatos gallegos que se organizaron en la ciudad, en los que el único que consiguió un premio fue mi hermano, que fue subcampeón.
Recuerdo también los buenos momentos pasados en los cines Hércules, Goya, Equitativa y Monelos, así como en el Avenida, Riazor, Rosalía y Colón, en los que cuando se anunciaba una buena película se formaban grandes colas para verlas. También destaco las buenas tardes y noches en las calles de los vinos, donde parábamos en el Santiso y el Priorato, además de en el Suso y el Órdenes, donde nos tomábamos pinchos morunos.
Me casé con una coruñesa de la Sagrada Familia llamada Rosalía, a quien conocí en una fiesta de verano que se hacía en Riazor y con la que sigo viviendo muy feliz.

El día que ardió la Estación del Norte

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Nací y me crié en la calle Caballeros, en una familia trabajadora formada por mis padres, Victorio y Consuelo, así como mis hermanos Tito y Sara. Mi padre fue conocido en todo el barrio gracias a su profesión de colchonero, ya que desde el final de la Guerra Civil hasta los años sesenta tuvo muchísimo trabajo, puesto que le llamaban de muchas casas para cambiar y limpiar la lana de los colchones que se utilizaban en aquella época, así como para cambiar los muelles de los somieres metálicos de las camas, actividad que desarrolló hasta su fallecimiento en 1974.

Mi primer colegio fue el Concepción Arenal, en el que estuve 11 años y donde conocí a casi todos mis amigos de la infancia, como Gervasio, José, Jaime, Medín, Geluco, Guillermo, Julio, Pepín, Mari Loli, Marité, Marisol, Rosa, Elena y Merchi, con quienes pasé una niñez y una juventud inolvidables. Nuestros juegos los practicábamos siempre en las calles de nuestro barrio, en las que a finales de los años cuarenta se podía jugar tranquilamente a todo lo que quisiéramos, ya que apenas pasaban coches y solo a mediados de los años cincuenta comenzaron a asfaltar esa parte de la ciudad.

Nuestros lugares preferidos para jugar eran la Estación del Norte, la Granja Agrícola, el campo de Ángel Senra y la huerta de la familia Linares Rivas, donde hoy están los nuevos juzgados, que tenía una muralla muy alta que saltábamos cuando no había gente trabajando en la finca para coger fruta y mazorcas de maíz, con las que nos dábamos un buen atracón. Recuerdo que mis padres me contaron que durante la Guerra Civil le prendieron fuego a la casa de aquella finca, cuyos habitantes pudieron escapar a tiempo y refugiarse entre los colchones que guardaba mi padre en el bajo de la casa donde vivíamos, justo enfrente del antiguo club Santa Lucía.

En el campo de Ángel Senra solíamos jugar a la pelota, que hacíamos nosotros mismos con un viejo calcetín relleno de hojas de los pinos, de los que recogíamos además la resina para pegar los cromos y postalillas. Otra cosa que hacíamos con las hojas de los pinos era envolverlas en papel de periódico para intentar fumarlas, aunque era imposible porque casi nos ahogábamos con el humo.

En la Granja Agrícola cogíamos cañas de bambú para pescar en el muelle de la Palloza, mientras a la zona los Estrapallos íbamos al manantial que había allí y que tenía un agua muy buena, cerca de la fábrica de gaseosas y boliches de San Cristóbal. También recuerdo que a los niños del barrio solían llevarlos al puente de la Gaiteira a esperar a que pasara el tren de vapor y que lo respirasen para que se curasen de los catarros, costumbre que también existía en el primer túnel de San Cristóbal.

Juan, con su hermano Tito.

Otra de las cosas que hacíamos era ir al Castro de Elviña a recoger piedra pómez, que se usaba para limpiar las cocinas bilbaínas, así como acudir al local de Acción Católica en la parroquia de San Pedro de Mezonzo, donde lo pasábamos muy bien con los futbolines y con las películas que nos ponían, aunque lo malo eran los ejercicios espirituales que nos mandaban hacer en los Redentoristas, donde nos pusieron muchas veces la película Santa Rosa de Lima.

Uno de los acontecimientos que más impresión me causó en aquellos años fue el incendio de la Estación del Norte, ya que cuando comenzó a arder estábamos jugando en San Pedro de Mezonzo, desde donde podíamos ver el humo, por lo que fuimos hasta allí, donde se reunió muchísima gente de todos los alrededores. Fue la primera vez que tanto yo como mis amigos pudimos estar levantados hasta muy tarde por la noche, acompañados por nuestros familiares, mientras contemplábamos el incendio.

A los quince años fundé con varios amigos de mi pandilla el grupo musical Los Atómicos, con el que actuamos durante dos años por todos los centros culturales de la ciudad, en los que nos pagaban con bocadillos, tapas de pulpo y coca-colas. En esos años empezamos a acudir a todos los bailes y fiestas, como al del centro deportivo Santa Lucía, donde íbamos al baile de cadetes que se hacía de seis a ocho de la tarde. En verano solíamos ir a la playa del Lazareto, donde aprendí a nadar, ya que me tiraron mis amigos al agua desde el lugar conocido como el Puntal, donde solíamos reunirnos hasta que permitían bajar al arenal cuando los niños de las colonias del Sanatorio de Oza se iban a comer.

Tras terminar mis estudios en Maestría Industrial, empecé a trabajar en una empresa de recauchutados de General Sanjurjo y más tarde entré en la fábrica de Aluminios de Galicia, en la que me jubilé después de 35 años de trabajo. Me casé con quien fue mi primera novia, Rosa, a quien conocí en la catequesis de San Pedro de Mezonzo, y con quien tengo dos hijos, Juan y Cristina, quienes ya me dieron una nieta, Ainhoa. En la actualidad acudo a cantar al orfeón de mi antigua empresa dos veces a la semana y me gustaría volver a encontrar a muchos de los amigos a los que perdí la pista después de casarme.

La joven enamorada del cine

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Nací en esta ciudad, donde viví con mis padres, José Ángel y Consuelo, así como con mis hermanos Ángel y Anabel, aunque a los seis meses de mi nacimiento la familia se trasladó a Madrid para que mis padres atendiesen el negocio que tenían allí, un garaje de su propiedad en el barrio de Salamanca.
Cuando cumplí los seis años regresamos aquí y nos instalamos en la zona de Riazor, en la actual avenida Barrié de la Maza, muy cerca del hotel Riazor, que además fue construido por mi abuelo, José María Graña, quien tras una larga estancia profesional en México regresó para convertir lo que era un arenal en la primera línea de edificación de la playa, ya que cuando comenzó a construir el hotel en la zona solo estaban la Coraza y los restos de la Casa de Baños, que la gente utilizaba para tomar el sol. Mi abuelo, que falleció en 1983, es muy recordado en la ciudad, ya que mi familia fue propietaria del cine Riazor, uno de los más grandes entre los que existieron aquí.
Mis estudios de Primaria transcurrieron en los colegios Eusebio da Guarda y de las Esclavas, mientras que los de Secundaria los hice en el instituto Femenino, donde conocí a mis mejores amigas, Elena y Rosario, con quienes pasé unos inolvidable momentos de juventud y adolescencia sin sobresaltos, ya que toda esa época estuvo marcada principalmente por los estudios. Con mis amigas me cansé de dar largos paseos por la plaza de Pontevedra, Juan Flórez, los Cantones y la calle Real, que recorríamos los domingos de arriba para abajo para ver a los chicos y que ellos nos vieran a nosotras.
Lorena, jugando con unos amigos.

También tengo que destacar lo bien que lo pasaba de pequeña con mis hermanos y mis amigas cuando llegaban los carnavales, ya que siempre me disfrazaba. Ahora, con el paso del tiempo, sigue gustándome acudir hasta la calle de la Torre para ver las numerosas personas disfrazadas que se dan cita allí. Me quedan buenos recuerdos de mis juegos en la zona donde me crié, como las plazas de Pontevedra y Portugal y la calle Fernando Macías, donde solía estar con mis amigas.
Cuando inicié los estudios de Secundaria empezamos a ir a los bailes y discotecas más conocidas, aunque nosotras solíamos ir al Playa Club, que siempre estaba lleno y en el que había un gran ambiente que a nosotras nos gustaba mucho porque acudían muchos conocidos nuestros. En verano nos íbamos a las playas de Santa Cristina y Bastiagueiro los días festivos, mientras que a diario nos bañábamos en Riazor, aunque también pasábamos cada año unas pequeñas vacaciones con toda la familia en la localidad de La Toja.
Con el tiempo me aficione al cine, quizás por la ventaja que me proporcionaba que el Riazor perteneciese a mi familia. Recuerdo que disfrutaba de cada estreno como si se tratase de mis vivencias personales, cultivando mi faceta soñadora y romántica acomodada en una butaca de lo que fue una gran sala de cine.
También me encantó siempre recorrer las calles y plazas de mi ciudad, tratando de descubrir los encantos que guardaban en cada rincón, en especial en la Ciudad Vieja, que para mí tenía y sigue teniendo un gran encanto, ya que sus calles te transportan a otros tiempos y puedes jugar con tu imaginación a ser cualquiera de las ilustres mujeres que ha dado nuestra ciudad.

El amante de la danza tradicional

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Mi familia, formada por mis padres, Vicente y Mercedes, así como por mi hermano Vicente, vivía en la calle Río Barbanza, en el barrio de Os Mallos, donde aún siguen residiendo mis padres. Mi primer colegio fue el de los Franciscanos, donde estudié cinco años, para después continuar hasta el COU en los Maristas. En esa época, mis primeros amigos fueron los de la calle, entre los que destaco a Montse, José Manuel, Santi Sousantos y Miguel Millán, con quienes pasé unos momentos muy agradables jugando en el barrio y en el de A Falperra, donde estaba ubicado el antiguo lavadero de ropa, así como en el campo de la Peña, donde todo eran huertas y grandes solares en los que se construiría una nueva zona de Os Mallos que llegaría hasta el cine Finisterre.

En mi primer colegio tuve como compañeros a Jorge y Javier Iglesias y a Santiago, con quienes viví anécdotas y travesuras típicas del colegio, como salir en el recreo a coger sapos al paseo de los Puentes, junto a la antigua Imprenta Roel, en cuyos alrededores había grandes charcas. Cuando cogíamos los sapos, los guardábamos en los bolsillos y los llevábamos al colegio para jugar con ellos o soltarlos en el patio. Recuerdo que había que tener cuidado para que no nos mearan en las manos, porque si nos mojaban nos picaban durante todo el día como si tuviéramos sabañones.

El autor, en el centro, en su primera comunión. / l. o.

También hacíamos muchas escapadas a la Compañía de María para visitar a algunas amigas que teníamos allí, lo que nos costó algunos castigos tanto en el colegio como en nuestras casas. En casa, mi hermano y yo hacíamos trastadas de campeonato, como desmontar cualquier aparato como una radio o un despertador para verle las tripas y saber cómo funcionaban. Como nuestra casa tenía además un gran patio en el que teníamos gallinas, conejos y un perro, a todos ellos les hacíamos todas las travesuras que un chaval podía imaginar, por lo que lo pasábamos fenomenal, especialmente cuando no estaban nuestros padres, circunstancia que aprovechábamos para hacer pequeñas hogueras.

Gracias a mi amiga Montse, empecé a acudir a mis primeras clases de baile tradicional al centro cultural y social de Almeiras, mientras que a los quince años me integré en el grupo Eidos, del que soy presidente en la actualidad y con el que entonces ensayaba en un bajo del antiguo edificio del Frente de Juventudes en la calle Comandante Fontanes. Allí fue donde hice mi verdadera vida de juventud, con compañeros con los que aún conservo una gran amistad, como Mili Augusto, María Souto, Mari Martí, Carlos Martínez y Juan Bao, con quienes tuve la suerte de actuar por España y el extranjero.

Nuestro primer viaje fue a Polonia, un lugar al que entonces nos parecía impensable que pudiéramos ir y que nos abrió los ojos sobre lo que había en otros países. En este momento seguimos haciendo viajes al extranjero y organizamos desde hace 27 años el Festival Folclórico Internacional Cidade da Coruña. Tras terminar mis estudios en los Maristas, donde tuve como compañeros a Nuria Abeijón, Eva Martínez, Carlos Álvarez y Enrique Barreiro, hice la carrera de Pedagogía.

A los veintidós años me puse a trabajar en Freixenet, tras lo que abrí con mi hermano una empresa de venta de repuestos y maquinaria de vehículos, aunque en la actualidad dirijo con mi amigo Carlos Leis un comercio del sector textil.

El cocinero de los hoteles

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Nací en Granada, pero cuando tenía solo ocho meses mi familia se trasladó a Madrid y, pocos años después, a Santiago, donde se instalaron mis padres, Agustín y Otilia, con mis hermanos Javier, Agustín, Ceferino, Otilia y Juan José. Cuando cumplí los catorce años comencé a trabajar en el Hostal de los Reyes Católicos como pinche de cocina para aprender todo lo referente al arte culinario durante cinco años. Esa etapa me permitió venir a esta ciudad para trabajar como segundo jefe de cocina en el hotel Atlántico, donde estuve ocho años hasta que pasé a ser jefe de cocina del hotel Finisterre, donde desarrollé el resto de mi vida laboral.
Durante mi carrera tuve el honor de recibir diversos premios gastronómicos, uno de los cuales me lo entregó quien en ese momento era ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne. También tengo que destacar los que recibí de manos de cinco presidentes del Gobierno e incluso de la Familia Real. Mientras trabajaba en Santiago compaginaba la labor en la cocina con la de profesor en la recién creada Escuela de Hostelería de Galicia, en la que recuerdo que cuando comenzó su actividad había 140 alumnos y cuando la dejé llegaban a 700. En esa ciudad conocí a Esperanza López, quien se convirtió en mi mujer y que trabajaba como fotógrafa en el Hostal. Con ella tengo dos hijos, Sofía y Rafa, que ya nos dieron tres nietos: Sara, Silvia y Álex.
Rafael, con su mujer en El Escorial durante el viaje de novios.

Esta ciudad, en la que llevo viviendo más de cincuenta años, me dio la oportunidad de conocer a muy buenos amigos, como Manolito Ferreiro, Pepe el del Gasthof, Ángel y Sven el alemán, todos ellos compañeros de profesión que me ayudaron mucho en mi adaptación, ya que no conocía a nadie aquí. Solíamos salir en pandilla con nuestras novias y mujeres para dar paseos por las calles de los vinos y por La Marina, donde había un gran ambiente y todos nos conocíamos. También acudíamos los bailes de La Solana, El Seijal, La Perla, El Corralito y el Rey Brigo, aunque para ir a las salas que estaban en Sada y Betanzos usábamos una vieja Vespa de un amigo, en la que algunas veces fuimos cuatro montados en ella sin ningún problema, ya que entonces casi no había coches ni vigilancia.
Durante mis primeros catorce años viví en las Torres de Mantiñán, situadas en la ronda de Outeiro y rodeadas entonces de huertas, tras lo que me trasladé a la plaza de España, donde resido desde entonces y conocí a nuevos amigos, con quienes colaboré en la creación de la comparsa Monte Alto a cien, de la que soy vicepresidente y cuya actividad nos ocupa todo el año, ya que tratamos de componer nuevas canciones y elaborar nuevos disfraces. Esto nos ha llevado a ganar numerosos premios y el reconocimiento de la sociedad coruñesa como una de las mejores comparsas, a lo que nosotros correspondemos llevando nuestras alegrías carnavaleras a las personas mayores que están ingresadas en los geriátricos de la ciudad, a quienes con nuestra visita ayudamos en esos días a llevar mejor sus años de vejez. A nosotros nos llena por completo esa labor, por lo que la seguiremos desarrollando mientras la gente nos lo pida y el cuerpo aguante, ya que muchos de nosotros también somos mayores.

La viguesa que se enamoró de A Coruña

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Nací en Vigo, donde viví con mis padres, Marcelino y Mercedes, y mis hermanas Margot, Merce y Merchi, y desde donde venía con frecuencia de visita a esta ciudad con mi familia, sobre todo en verano por las fiestas, por lo que guardo un grato recuerdo de aquellos momentos, pese a que para venir había que hacer un largo viaje en tren o en autocar cuando veníamos a ver los partidos entre el Celta y el Deportivo, que se vivían con mucha alegría y educación entre los aficionados de ambas ciudades. Yo lo pasaba muy bien con mis hermanas en aquellos días, porque mis padres tenían muchos amigos aquí.

Esos años fueron una época inolvidable para mí, en la que recuerdo con mucho cariño cuando me nombraron en 1965 miss Hogar Juvenil de la OJE. Fue en ese año cuando me cansé de ir y venir desde Vigo y decidí instalarme en esta ciudad, donde me casé y crié a mis tres hijos: Eva, Rubén y David. Tuve la surte de empezar a trabajar en el instituto de Monelos, donde al cabo de unos años pasé al Monte das Moas, hasta que finalmente terminé mi vida laboral en el edificio de Nuevos Ministerios.

En esta ciudad que tan bien me acogió, tuve ocasión de conocer a infinidad de amigos y amigas con los que he podido disfrutar de buenos momentos junto con mi marido, hoy ya fallecido, como José Manuel Medín y Gloria, así como Pedro y Mari Dulce, a quienes conocimos en un centro médico cuando acompañaba a mi marido a las revisiones. Con estos amigos íbamos al centro a pasear por la calle Real y las de los vinos, donde solíamos parar a tomar las tapas de calamares y tortilla del Otero y los churros de Bonilla, tras lo que terminábamos en el Verdura en la plaza de María Pita.

Carmen, en una imagen de su juventud. / la opinión

Recuerdo con mucho cariño todos los cines desaparecidos de la ciudad, en los que se formaban grandes colas los días en los que había un estreno. El que más nos gustaba era el Avenida, ya que su entrada servía de punto de encuentro para media ciudad y como lugar de abrigo para la gente cuando llovía, aunque también recuerdo los puestos de chucherías y tabaco situados en los soportales del teatro Rosalía.

En verano disfrutábamos de las playas de Riazor y Santa Cristina, así como de las fiestas, que eran estupendas, ya que casi todos nos conocíamos y nos saludábamos, por lo que había un ambiente muy familiar que hoy se ha perdido.

Tras fallecer mi marido seguí trabajando para poder sacar adelante a mis tres hijos, siempre ayudada por mis amigos María Jesús, Auri, Fina, Elena, Mercedes, Juan Carlos, Rafa, Antonio y Miguel, quienes con su ayuda y amistad hicieron que pudiera sobrellevar esta situación.

Con el paso del tiempo pude ver el gran cambio que se produjo en la ciudad, sobre todo en su modernidad y en convertirse en una ciudad conocida a nivel internacional, en especial por su equipo de fútbol, el Deportivo, que durante muchos años fue un referente.

Ahora, ya jubilada, me suelo reunir con un grupo de amigos del que forman parte Chelo, Alejandra, Ana, Mercedes, Luis Varela, Josué, Alfonso y Luis para pasar largas veladas en las que nos contamos nuestras historias mientras disfrutamos de una buena cena, tras la que acudimos a un local para escuchar música en directo.


De estudiante en Alemania a tuno coruñés

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Nací en Figueres, en la provincia de Girona, donde vivían mis padres, José y María, y mis dos hermanos, mayores que yo. Nuestra niñez giró en torno a la empresa familiar, que vendía herramientas a las ferreterías, por lo que, aunque no nadábamos en la abundancia, nos permitió estudiar a mis hermanos y a mí en aquellos tiempos difíciles.
A los diez años, nos trasladamos a vivir a Alemania por problemas familiares y yo trabé amistad con varios españoles amigos de la familia, uno de ellos de esta ciudad que me invitó a conocerla, tras lo que comencé a venir todos los años hasta que después de hacer la mili, ya con 20 años, decidí fijar aquí mi residencia de forma definitiva, por lo que llevo ya medio siglo como ciudadano coruñés y he podido ver los importantes cambios que se han producido a lo largo de este tiempo.

Carlos durante su niñez

A los pocos meses de establecerme aquí me incorporé a la empresa que entonces se denominaba Fenosa, en la que permanecí hasta mi jubilación, por la que pasé por todos los avatares y fusiones que sufrió a lo largo de su trayectoria. Durante mi vida laboral fui miembro del comité de empresa y de la mesa negociadora del convenio colectivo, así como secretario de organización de la Federación Provincial de UGT. Recién llegado a la ciudad tuve oportunidad de conocer a un gran número de amigos, entre ellos a mi compañero de trabajo Carlos Muiños.
Los amigos venían a casa en verano cuando llegaba Franco para verle entrar y salir del Ayuntamiento
Mis amigos de Alemania fueron quienes me presentaron a quien había de ser mi novia y esposa, Aurelia Segura Domínguez, con quien me casé a los veintidós años y con quien tuve a nuestra hija Montse Olivia. Mi mujer era hija de una conocida familia de militares con residencia en la plaza de María Pita, y uno de cuyos hermanos fue el médico José Manuel Segura, conocido por su afición a los toros, que le llevó a pronunciar numerosas conferencias en la Peña Taurina.
Recuerdo que en los años sesenta la vida era muy tranquila en la ciudad, además de muy familiar, ya que casi todos nos conocíamos, por lo que las parejas que llenábamos por completo las calles más céntricas nos saludábamos continuamente, de forma que había un gran ambiente en las cafeterías y en las calles de los vinos.
En el verano se disfrutaba mucho de las fiestas de la ciudad y de sus playas. Recuerdo lo bien que lo pasábamos cuando venían los amigos a visitarnos a casa, ya que vivíamos en el número 7 de la plaza de María Pita, casi pegados al Ayuntamiento, por lo que cuando en verano venían Franco y sus ministros podíamos verles desde el balcón cuando entraban y salían del Palacio Municipal, al que también acudían muchas personalidades coruñesas para participar en los actos que allí se organizaban.
Cuando mi hija cumplió ocho años, me matriculé de solfeo con ella en el Conservatorio, que entonces estaba situado en el edificio de las Cigarreras de Cuatro Caminos. Hice cuatro asignaturas de esta materia y otras dos de guitarra que luego completé con otras con Alfonso Delgado en la Fundación Caixa Galicia, donde conocí a nuevos amigos como Eduardo, quien me informó de que la Cuarentuna de Veteranos, dirigida por el famoso detective Napoleón, necesitaba guitarristas de acompañamiento, por lo que decidí presentarme y finalmente ingresé en la formación junto a amigos como Luaces, Nico y Manolo, con quienes ensayo en uno de los locales del hotel Plaza y participo además en las cenas que realizamos con frecuencia.
Mi afición por la guitarra me llevó a ingresar en la Cuarentuna de Veteranos, con la que participo en sus actuaciones
Este año tendrá una especial significación para los amantes de las tunas y de la música romántica, ya que el Ágora acogerá los días 17 y 18 de mayo el Certamen Internacional de Tunas, en el que intervendrán unos 250 músicos, que además llevarán a cabo pasacalles por la ciudad.
Uno de mis mejores recuerdos es el de los años que formé parte del Camping Caravaning Club, ya que gracias a él conocí a muchos amantes de esta actividad, como Isasi, Carlos, Juan, Luis, Manuel, Mari Carmen, Rosita y Finita, con quienes participé en rutas hasta Portugal, Cantabria y Costa Brava en unos veranos inolvidables.
Ahora, ya jubilado, mis aficiones son la náutica de recreo en el pequeño barco que tengo, con el que salgo a navegar por la costa de Sada, ya que soy miembro del Club Náutico de esa localidad, mientras que el resto de mi tiempo libre lo paso con la tuna.

Entre la mueblería y la sala de fiestas

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Aunque nací en Ourense, a los dos años ya me trasladé a esta ciudad con mi familia, formada por mis padres y mi hermana Montserrat. La razón de nuestro traslado fue que mi padre, que tenía un pequeño taller de carpintería, decidió probar fortuna aquí con una tienda de muebles en la calle que entonces se llamaba Sexta del Ensanche y hoy Oidor Gregorio Tovar, donde empezó a trabajar con mucho esfuerzo y sudor. Yo le ayudaba a limpiar el polvo en la tienda y a tirar de un pesado carretillo en el que llevábamos los muebles por todo el barrio para luego subirlos a los pisos, que entonces no tenían ascensor.
Fue así como empezó a gestarse el negocio que desde mediados de los años cincuenta fue un referente en el sector de las mueblerías bajo el nombre de Muebles Villas. Recuerdo que el día que inauguramos el establecimiento coincidió con el entierro de Alfonso Molina, al que asistió casi toda la ciudad, por lo que tuvimos que esperar a que se celebrara el funeral para poder abrir la mueblería, que sería la semilla de otras aperturas.

Manuel, a la izquierda, con Rafa Peinador y un grupo de músicos en el palco de la sala de fiestas Sally. / la opinión
El negocio prosperó en aquellos años gracias a los numerosos emigrantes que cada año regresaban a su tierra y con los ahorros compraban buenos muebles que entonces eran eternos, ya que pretendían que fueran para sus hijos. Recuerdo que se vendía tanto que las fábricas a las que comprábamos no daban abasto y teníamos que esperar por los pedidos.
El negocio prosperó gracias  a los emigrantes que compraban muebles con la idea de dejárselos a sus hijos
Mi vida escolar comenzó en la escuela de doña Isabel, cerca de mi calle, donde estudié hasta los seis años, momento en que pasé al colegio San Rafael, en la calle San Vicente, y luego al Instituto Masculino y al Liceo La Paz. Posteriormente entré en la Escuela de Empresariales y en la Escuela de Artes y Oficios de la plaza de Pontevedra, donde estudié decoración, lo que me valió posteriormente para hacerme cargo de la empresa familiar, en la que empecé a trabajar con solo diez años.
Tener que compaginar esa labor con mis deberes escolares no me gustaba mucho, ya que quería salir a jugar con mis amigos de la calle, como Pacucho, Pepe el de la tienda de comestibles, Jorge López y Luciano, quienes formábamos una pandilla que jugaba por la finca donde hoy están los Nuevos Juzgados, en el antiguo lavadero de Ramón Cabanillas y en el monte y el pinar de Ángel Senra. A pesar de todo el trabajo y sacrificio de aquellos años, mi infancia fue una época buena, ya que buscaba el tiempo para hacer de todo y jugar más de la cuenta con los amigos, lo que muchas veces me costaba un cachete por llegar tarde a casa.
Tengo que destacar que en aquel tiempo casi nunca tuve juguetes porque todo lo que se ganaba era para comer, por lo que mi padre aprovechaba su profesión para hacerme juguetes de madera y tuve que esperar bastantes años hasta que recibí los primeros juguetes de verdad en unos Reyes Magos. A partir de los quince años tuve que trabajar muy duro, no solo en la mueblería de mi familia, sino también en la sala de fiestas que decidió abrir mi padre en el barrio, que se convirtió en una de las mejores por su capacidad y por estar en una de las zonas de mayor crecimiento de la ciudad. La sala se llamaba  Sally y podía acoger a 3.000 personas, pese a lo cual se llenaba siempre. En el escenario que tenía, los miembros de mi pandilla llegamos a realizar actuaciones con el grupo que habíamos formado.
Estaba tan cansado de trabajar allí, que cuando libraba me iba con mis amigos a otros bailes de la ciudad para cambiar de ambiente, como al Finisterre, Seijal, La Granja o La Parrilla, pese a que allí solo había solteronas. También acudíamos mucho a las calles de los vinos, donde iniciábamos el recorrido en el Siete Puertas y en el Otero para luego visitar hasta once locales más y volver luego a casa haciendo una parada en la terraza de la fábrica de Estrella Galicia en Cuatro Caminos.
En esos años, mi padre y su hermano abrieron en Ferrol la sala de fiestas Villar, que tenía capacidad para 5.000 personas y que fue una de las más modernas de su época. Al igual que la Sally, cerró a principios de los años ochenta, cuando empezaron a ponerse de moda las discotecas.
Al arder en 2006 la mayor de nuestras tiendas de muebles, decidimos trasladar la sede social de la empresa a Betanzos, donde tras mi jubilación es mi hermana quien se encarga de la dirección, por lo que en la actualidad yo disfruto ahora de mi tiempo libre con mi afición de cantar y tocar la guitarra con la Tuna de Veteranos.

El hijo del guardafrenos de la estación

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Nací hace 76 años en la calle Vales Villamarín, donde viví con mis padres, Sabino y Carmen, y mis cinco hermanos, Manuela, Sabino, Lila, Pepe y Carmiña. Mi padre fue muy conocido en Os Castros y A Gaiteira por el sobrenombre de O betanceiro por haber nacido en esa localidad y por haber trabajado como ferroviario en las estaciones del Norte y San Cristóbal, donde fue guardafrenos, profesionales que controlaban los frenos de los trenes de mercancías desde una garita instalada en el último vagón del convoy.

Francisco Garc�a recibe un trofeo. / la opinión

Mi primer colegio fue el Sal Lence, en el que estuve hasta los siete años, tras lo que pasé al de la señorita Maruja en General Sanjurjo, donde estudié hasta los catorce años, edad a la que tuve que ponerme a trabajar para ayudar a mi familia, al igual que la mayoría de amigos de mi calle, entre quienes están Boliche, Paco el gafas, Chimingo, Peiró, Ramallo, Toñito, Julita, Choncha, Toñita y Teresa, la hermana de Kubalita, el electricista de la calle. Con todos ellos lo pasé muy bien a pesar de la penuria que pasamos en aquella época, ya que teníamos todo el tiempo del mundo y mucha imaginación para jugar en la calle, que estaba sin asfaltar, mientras que sus alrededores eran todo huertas.
Recuerdo que en invierno la calle se volvía intransitable por el barro, por lo que teníamos que usar zuecos de madera para estar allí. Nos íbamos a la carretera vieja a jugar al che, la billarda, las bolas y sobre todo a la pelota, que hacíamos con trapos y papeles, aprovechando un viejo calcetín. Como apenas había coches, solamente teníamos que estar pendientes del viejo tranvía Siboney cuando jugábamos allí.
Como muchos chavales y pandillas de la ciudad, para conseguir algo de dinero recorríamos el barrio o las vías del tren para buscar chatarra o zapatos viejos con suela de goma virgen, ya que se pagaba muy bien, puesto que por una de esas suelas se podía obtener hasta un patacón, con el que podíamos comprar bastantes caramelos o cacahuetes con los que pasar la tarde.
También solíamos bajar hasta la antigua vía del tren, que pasaba por la llamada cantera del Rincuncho, donde la Renfe tiraba la carbonilla y el carbón viejo para rellenar las trincheras del tendido, por lo que había trozos de carbón que llevábamos a casa para quemarlos en las cocinas bilbaínas junto con las piñas que recogíamos en los montes de la zona de Casablanca. Los que como yo teníamos en casa gallinas, conejos o algún cerdo, recogíamos hojas caídas de los árboles para abonar las huertas, en las que había que tener cuidado para que no robaran animales, ya que había mucha hambre.
Un recuerdo que tengo de aquellos años fue cuando empezaron a instalar las farolas en el barrio, ya que íbamos detrás de los trabajadores para intentar coger todos los recortes de cobre que les sobraban y venderlos junto con casquillos de bombillas en la ferranchina de Alfredo, en la calle Buenavista, o en la de Cuatro Caminos, al lado del café Delicias.
El primer cine al que asistí fue el Cuatro Caminos, donde vi la película de vaqueros Quemainan y su caballo Tarzán. Otra sala a la que acudí fue el Ideal Cinema, conocida como Gaiteira, donde se acompañaban las películas con la música de un piano que también tocaban durante la proyección del No-Do y en los descansos. Lo mejor de aquel cine era comprar en la dulcería de enfrente los famosos pasteles chantilly que vendían allí.
A partir de los doce años jugábamos a engancharnos en los tranvías cuando subían la cuesta de  Os Castros para ir hasta Casablanca. Cuando empezamos a ir a los bailes lo hacíamos casi siempre andando hasta El Seijal  e incluso hasta Sada y Betanzos, por lo que cuando volvíamos llegábamos justo para entrar a trabajar.
Mi primer empleo fue en el garaje Galicia, en General Sanjurjo, como aprendiz y chico de los recados, tras lo que pasé a la fábrica de barriles situada en la avenida de Chile, donde estuve tres años como tonelero. Luego estuve en los talleres Valiña Lavandeira en Perillo y terminé mi vida laboral como mecánico en las instalaciones de Finanzauto en Guísamo.
Me casé con la coruñesa Gelines Saavedra, a quien conocí en las fiestas del barrio, con la que tuve una hija llamada Almudena, que nos dio un nieto, Manuel.  Desde los quince años jugué al fútbol en el Gaiteira y en el Atlético Los Castros, para después pasar al fútbol sala. Ahora, como jubilado, me reúno con mis viejos amigos para disfrutar de mi afición favorita, que es la pesca.

Los partidos en el campo del clareo

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Son inolvidables los partidos jugados en el pinar de Senra, donde Ramón, ‘el de la lejía’ era el rey de la pelota y cuando hacíamos pachangas con los obreros de la construcción, este amigo los traía por la calle de la amargura gracias a su rapidez y a lo bien que manejaba el balón

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Nací en el número 29 de la calle San Luis, donde vivían mis padres, Emilio y Purificación, y mis hermanos Miluco, Olga, Purita y Fernando. Mi padre trabajaba en la Fábrica de Tabacos, mientras que mi madre vendía pescado por la calle y cuidaba de todos nosotros. Mi único colegio fue el Concepción Arenal, donde estudié hasta los catorce años y del que guardo un grato recuerdo, sobre todo porque era todo un lujo jugar a la pelota en el patio que tenía.
Recuerdo que teníamos un solo libro para todas las materias que se llamaba Grado Elemental y que el mejor momento del curso era cuando nos tocaba lijar los pupitres con trozos de cristales o cuchillas de afeitar usadas. En aquellos años casi todas las calles de mi barrio estaban sin pavimentar, por lo que me acuerdo perfectamente de cuando empezaron a hacerlo en la calle San Luis en 1959, lo que nos hizo más difícil jugar al che, las bolas y la bujaina, ya que en el cemento se rompían los ferrones, aunque para lo que nos valió aquello fue para jugar a carreras con las chapas, para lo que pintábamos pistas con tiza sobre el suelo.
Lo que siempre nos gustó fue jugar a la pelota con los amigos y los equipos de los barrios de los alrededores en el llamado campo del clareo, conocido así porque todas las madres llevaban allí la ropa a secar y clarear al sol. Mi pandilla estaba formada por los hermanos Amadeo, Sampayo y Liñeiro, así como por Toñito Balay, Mundito, Crecente y Tuto Vázquez, fallecido recientemente y quien se hizo popular interpretando el papel de don Crisanto en la serie televisiva Padre Casares.
Cuando tuve la edad reglamentaria, me apunté en el equipo del Maravillas, del que tengo grandes recuerdos y en el que tuve como compañeros a Carlos Muiños, Veloso, Chema, Félix, Rodríguez y Ángel. También son inolvidables los partidos jugados en el pinar de Senra, donde Ramón el de la lejía era el rey de la pelota y cuando hacíamos pachangas con los obreros de la construcción, este amigo los traía por la calle de la amargura gracias a su rapidez y a lo bien que manejaba el balón. En mi juventud éramos además asiduos visitantes del campo de fútbol de La Granja, donde tuve el placer de jugar muchos partidos con los llamados equipos modestos.
En verano solíamos bañarnos en la conocida playa del Lazareto, en el Puntal y en las ruinas del castillo de Oza, aunque también íbamos a Riazor y el Orzán, donde muchas veces nos enganchábamos en el tranvía número 3. Además de la pelota, nuestro juego preferido eran las chapas, que recogíamos en la fábrica de gaseosas San Cristóbal y luego rellenábamos con jabón o forrábamos con trapos para luego pintarles los colores de nuestros equipos favoritos, aunque también las usábamos para hacer carreras ciclistas.
Para divertirnos, solíamos hacer arcos con varillas de paraguas estropeados y disparábamos contra dianas que pintábamos con tiza en las puertas de las casas, por lo que los vecinos que vivían en las plantas bajas nos temían. En vacaciones íbamos a pasar el rato a los campos de A Grela, la Pena, Vioño y la Granja Agrícola para vigilar a las parejas y darles sustos, así como ir a cazar animales con botellas de agua para expulsarles de sus cuevas. También nos llegábamos hasta los dos primeros túneles del tren para recoger moras que machacábamos y mezclábamos con azúcar para beber lo que llamábamos vino de moras.
A los catorce años empecé a trabajar como niño de los recados en el Palacio de Justicia y luego pasé a Ponte Naya como botones y más tarde como auxiliar administrativo. Al cabo de diez años entré en Utande y me especialicé en impresión offset y encuadernación. Finalmente me contrataron en el Banco Pastor, en el que me jubilé. Me casé con solo 21 años y tuve dos hijas, Verónica y Gloria, aunque ya soy abuelo de seis nietos: Verónica, Raquel, Elena, Jesús, Gabriel y Gastón, con alguno de los cuales he coincidido jugando al fútbol sala. Una de mis ilusiones es reencontrarme con mis antiguos amigos de la calle, para lo que pueden contactar conmigo a través del correo electrónico jakoperillo@ofmeil.es.

Una vida dedicada a la abogacía

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Nací en Santiago de Compostela, donde vivían mis padres, Antonio y Consuelo, y mi hermana Ana María. Me tocó vivir una infancia muy difícil debido a la recién finalizada Guerra Civil, en la que mi padre, que era maestro nacional y había sido número uno de su promoción durante la República, fue suspendido por el régimen de Franco y logró salvar la vida escapando por los tejados de las patrullas que buscaban por las casas a personas no afines y eso que el pobre jamás asistió a un mitin y ni siquiera participó en la guerra por ser corto de vista.

Antonio Platas, con su mujer y sus hijos en una imagen de su juventud

Tanto mi padre como mi madre, que fue matrona y tuvo el orgullo de ayudar a traer al mundo a más de 2.000 niños, las pasaron canutas para salir adelante y además darnos estudios, por lo que estoy muy orgulloso de ellos, ya que además trabajaron en lo que les gustaba hasta casi su fallecimiento. Tengo un gran recuerdo de mi padre porque él era quien nos daba clase a mí y a mi hermana, que con el tiempo llegó a ser catedrática de Literatura y recibió el premio extraordinario y el premio nacional de fin de carrera de manos del propio Franco en el palacio de El Pardo.
Al igual que mi hermana, tuve que estudiar como un negro y además ayudar a la familia, aunque finalmente pude acabar la carrera de Derecho, que estudié por consejo de mi padre y que terminó por encantarme. De niño solía venir con frecuencia con mis padres a esta ciudad para hacer compras y visitar a amigos que tenían aquí y me dejaba un poco asombrado por lo grande que me parecía en comparación con Santiago, donde comencé mi andadura profesional como abogado a los veinte años como pasante en el despacho de José Domínguez Noya cuando aún estaba en cuarto de carrera. Allí aprendí mucho porque se portó muy bien conmigo y además fue él quien me inculcó el amor al Derecho.
A pesar de que tuve que esforzarme mucho en los estudios, tengo un grato recuerdo de aquellos años, en los que a pesar de todo lo pasé muy bien, ya que cuando los estudios me lo permitían asistía a a fiestas, bailes y todo lo que se terciara. También jugué al fútbol en los equipos de modestos del Victoria y Vista Alegre.
Mi andadura profesional ya como abogado la comencé en Baio, donde era muy difícil trabajar porque no había juzgado. Recorría las ferias de la comarca con mi máquina de escribir y al llegar a cada localidad me sentaba en la mesa de una cafetería o en cualquier lugar de la feria y colocaba un cartelito en el que se leía: Platas Tasende, abogado en busca de nuevos clientes. Además de en autobús, solía desplazarme a los pueblos en el caballo que usaba mi madre para atender los partos y, como en aquella época había muchos lobos en los montes, viajaba armado con una pistola autorizada y con un mechero de chisco para tratar de ahuyentar a los animales que se me cruzaran en el camino.
A la muerte de mi padre decidí venirme a vivir a esta ciudad con mi mujer para que nuestros hijos pudieran estudiar y acceder luego a la Universidad. La ciudad me abrió por completo sus puertas, ya que a lo largo de mis años de trabajo conocí a grandes amigos y compañeros de profesión, aunque los comienzos también fueron duros porque no tenía clientes y debía desplazarme a diario a Baio en un Seiscientos de segunda mano que me había comprado hasta que conseguí una clientela aquí.
Tuve que reciclarme ante la diferente tipología de pleitos que se presentaban en la ciudad por parte de comunidades y empresas, así como por causas como aguas, servidumbres de paso o accidentes de circulación y, con el paso del tiempo, por las drogas. Me vi obligado a convertirme en el mejor estudiante del mundo para ponerme al día y gasté un sillón de cuero que aún conservo del tiempo que pasé sentado en él. Puedo decir que durante nueve años no tuve un día de vacaciones, ya que cuando el tiempo me lo permitía, solía ir a las vistas de los juzgados para presenciar los informes que presentaban Iglesias Corral, Martínez Risco, Gila Lamela y Servando Núñez entre otros, a quienes considero maestros de la abogacía.
Las relaciones con los compañeros y las nuevas amistades me sirvieron para entrar en contacto con empresarios y entidades financieras, como el Banco Pastor, de cuyo equipo jurídico formé parte y en el que me encargué de la suspensión de pagos de la factoría siderúrgica Sidegasa. Este trabajo cambió por completo mi trayectoria profesional y me permitió posteriormente llevar casos con un volumen superior incluso al de esa empresa.
Al llegar a la ciudad tuve que reciclarme y gasté un sillón de cuero del tiempo que pasé sentado en  él estudiando

Tengo que destacar también que durante bastantes años fue profesor asociado de la Universidad y docente en la Escuela de Práctica Jurídica, en lo que para mí fue la etapa más feliz de mi vida. Debo agradecer a esta ciudad las oportunidades laborales que me proporcionó para que con mi esfuerzo alcanzase mis metas profesionales, así como que mis cuatro hijos también estudiasen Derecho y que hoy formen parte de mi despacho junto con otros abogados.
En la actualidad, ya jubilado, paso la mayor parte del tiempo en el Colegio de Abogados, del que soy decano, para ayudar a los 3.000 letrados que integran la institución, en la que cuando yo ingresé solo éramos 250. También soy académico de número de la Academia Gallega de Jurisprudencia y Legislación desde 2012 y he recibido la cruz de San Raimundo de Peñafort de manos del ministro de Justicia.

El chico del bar de la calle Santander

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Nací en la calle Santander, donde viví con mis padres, Serafín y Olimpia, quienes eran naturales de Monfero y Guitiriz, zona en la que mi padre fue muy conocido por haber formado parte de una orquesta. Como la vida en los años treinta no era nada sencilla, cuando se casaron decidieron venir con sus pobres ahorros a probar suerte en esta ciudad, donde en 1938 abrieron el primer bar de la calle, llamado Serafín, que durante muchos años fue la sede del equipo de fútbol Maravillas.
Mis primeros amigos fueron de mi calle y las próximas, como Emiliano Tomé, Veloso, los hermanos Santodomingo, Lerín, Abelenda y Muiños, además de Marujita, Mari Carmen, Loli Tomé, Patuca y Finita Boquete. Mi primer colegio fue el llamado Coca, en la calle Noia, en el que estudié hasta los siete años, edad a la que mis padres, con mucho sacrificio, me enviaron a los Maristas, donde finalicé el bachiller y tuve como compañeros a Francisco Vázquez, Augusto César Lendoiro y Fernando Ónega.

El autor, a la izquierda sentado en primer plano, con toda la pandilla de su calle en el bar de su padre. / la opinión

De aquellos años tengo buenos y malos recuerdos, ya que el colegio era muy estricto y nos hacían estudiar mucho, pero nosotros también hacíamos muchas trastadas, sobre todo en la fiesta de las flores en el mes de mayo, en la que nos obligaban a llevar flores para adornar el altar y cada uno se las apañaba como podía. Quien disponía de dinero, no tenía problemas para comprarlas, pero en mi caso lo que hacía era ir a los jardines de Méndez Núñez para cogerlas, ya que no tenía ni un duro.
Gracias a que el pequeño bar de mis padres tenía un gran patio trasero, tuvimos la suerte de poder jugar allí a lo que quisiéramos cuando llovía, mientras que el resto del timpo lo hacíamos en la calle, que aún estaba sin asfaltar. Al igual que todos los chavales, hacíamos carritos de bolas de acero para bajar la cuesta de la Falperra y cuando queríamos hacer petardos, recogíamos restos de carburo en un taller de soldadura de la calle Vizcaya y los metíamos en latas viejas en las que luego meábamos para hacerlas explotar en el solar de la antigua fábrica de cerillas. También solíamos ir a coger piñones a la feria de las piñas que se hacían frente al bar Alpe.
Cuando quería comprar algún libro que quisiera leer, con el poco dinero que podía ahorrar iba al comercio Saldos Arias, donde vendían las famosas novelas pulgas, llamadas así por su pequeño tamaño, ya que eran muy baratas y por unas pocas pesetas te podías llevar un buen lote de obras de Julio Verne o Emilio Salgari, que eran las que más me gustaban.
Al empezar a estudiar en los Maristas me cambió la vida por completo, ya que tuve que estudiar mucho y no tuve tiempo para jugar con los amigos. Recuerdo de aquellos años las fiestas que se hacían en las calles Vizcaya y San Luis, en las que lo pasábamos fenomenal y en las que vi actuar a Pucho Boedo y Los Trovadores. También me acuerdo de los carnavales, en los que la Policía Nacional venía hasta la calle para llevarse detenidas a algunas personas mayores que se atrevían a disfrazarse. Otro gran recuerdo son los veranos en las playas de Riazor, Lazareto y las Cañas. A las dos últimas llegábamos enganchados en el tranvía Siboney que tenía parada en el Sanatorio de Oza, o el tren de mercancías, que hacía maniobras hasta el cruce del Lazareto. Si queríamos ir a Santa Cristina, cruzábamos la ría en As Xubias en la lancha de El Rubio, en la que procurábamos que algunos de la pandilla no pagaran para sí guardar algo de dinero y gastarlo a la vuelta en la terraza de la cervecería Estrella de Galicia en Cuatro Caminos.
Cuando acabé el bachiller me mandaron a Barcelona a estudiar Aparejadores y Bellas Artes, lo que supuso un gran sacrificio para mis padres, por lo que solo podía volver a casa por navidades y en las vacaciones de verano. Al entrar en los Maristas empecé a practicar atletismo por libre en las pistas de Riazor con Carlos Mobes, Martínez y Luna, por lo que al llegar a Barcelona entré en la residencia de deportistas Joaquín Blume, lo que me permitió obtener el récord nacional de 4×400 y el segundo puesto europeo en 200 vallas en los campeonatos de 1963, que se disputaron en Chipre.
Al año siguiente dejé el deporte porque me exigían mejores marcas y al terminar los estudios volví a la ciudad para hacerme cargo del bar de mis padres, hasta que años después entré en la empresa Genosa, donde trabajé durante varios años. Posteriormente fui delegado de Hispanoil en la ciudad, hasta que por motivos familiares me decidí a llevar la representación de una empresa de productos ópticos, trabajo en el que finalmente me jubilé.
Recuerdo con gran cariño los tiempos pasados, en los que todo era más familiar y en los que había una gran confianza, ya que cuando teníamos quince años todos los miembros de mi pandilla dejaban una llave de su casa en el bar de mis padres por si llegaban tarde y ademñas contábamos siempre con nuestro amigo, el sereno Albino.

Días de pesca en la charca de San Amaro

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Me crié en la calle de Ángel Rebollo, donde viví con mis padres, Gabriel y Ana María, y con mi hermana Francisca. El más conocido de mis parientes fue mi abuelo Antonio Alonso, a quien llamaban Rabadán, muy popular en la Ciudad Vieja por pertenecer a la Banda Militar y tocar además en las más conocidas orquestas coruñesas, como la Orquesta Radio y Los Satélites, que solían actuar en verano en la parte baja del Kiosco Alfonso. Mi abuelo también hacía de presentador de los grupos musicales y las corales que participaban en las fiestas del Rosario.
Mi padre fue jefe de máquinas de buques petroleros y llegó a la ciudad desde Mallorca para estudiar en la Escuela de Náutica, época en la que conoció a mi madre, que trabajaba en El Pote. Mi primer colegio fue  La Grande Obra de Atocha y mis primeros amigos fueron de ese centro y de la calle, como Javier, Carlos, Soledad, Beatriz, Pancho, Julio y Quique. Los lugares donde jugábamos eran la calle Ángel Rebollo, el Campo de Marte, la plaza de Azcárraga y la avenida de Hércules, así como las explanadas de la antigua fábrica de gafas y el campo de la antigua ferranchina de mi calle.

Juan Carlos, en la Academia de Suboficiales de la Armada.

También solíamos ir hasta la Torre de Hércules y a la famosa charca de San Amaro, que estaba junto al Club del Mar y en la que se podían coger ranas y también pescar peces. En las fiestas de agosto en esta zona se solían hacer las famosas merendiñas, a las que acudía gente de todo el barrio. En los alrededores de la Torre solíamos atrapar grandes lagartos y cazábamos gorriones con tirachinas que fabricábamos nosotros mismos.
Los domingos podíamos disfrutar de la pequeña paga que nos daban gastándola en cines como el Hércules, la parte de abajo del Kiosco Alfonso y el Goya, ya que eran los más baratos en la sesión infantil. A los catorce años, debido a que mi familia se trasladó a vivir a la avenida de Salvador de Madariaga, me trasladé al instituto de Elviña, donde terminé los estudios de bachillerato y conocí a nuevos amigos, como Miguel Alberto, Jesús, Óscar y José Ignacio, por lo que en esa época me tuve que repartir entre mi primera pandilla y la nueva, aunque con la que salía con más frecuencia era con la de mi antigua calle, con cuyos componentes aún me sigo viendo en fechas señaladas.
Los veranos los pasábamos en las playas de San Amaro, Riazor y Matadero, así como en los concursos de caballos en la Hípica, donde entrábamos con los pases que nos daba mi abuelo y en donde apostábamos reuniendo el dinero entre todos, aunque cuando ganábamos solo llegábamos a las 100 pesetas. Al acabar mis estudios me decidí a ingresar en la Escuela de Suboficiales de la Armada de San Fernando, en Cádiz, pero al año de estar allí opté por dejarla a causa de la mucha disciplina que existía, por lo que hice la mili en ese mismo centro y al terminar regresé a la ciudad para comenzar a trabajar en Talleres Pepe como administrativo, tras lo que pasé a una academia de mecanografía y más tarde por Zara y El Corte Inglés, mientras que en la actualidad trabajo en Pompas Fúnebres.
Hasta que me casé con María José, con quien tengo una niña llamada Sofía, solía ir con la pandilla a los bailes y discotecas más conocidas de la ciudad, así como a El Seijal y El Moderno de Sada antes de que cerraran. Entre los once y los trece años jugué en el equipo de alevines del Fabril, donde me rompí la pierna derecha y tardé dos años en curarme. Volví a jugar en juveniles con el Liceo de Monelos, pero dos años más tarde tuve que dejarlo por los problemas que me daba la pierna.
En esa época ingresé en la escuela de boxeo que  existía en el Palacio de los Deportes que dirigía el conocido boxeador Beltrán y en la que a los jóvenes nos entrenaba  el fallecido Pantera Rodríguez. Durante el año que estuve practicando quisieron inscribirme para el campeonato de España de peso gallo, pero como en esa categoría había que hacer muchos sacrificios, preferí dejar este deporte y entrar como voluntario en la Cruz Roja del Mar, donde estuve casi una década con compañeros como Vicente, Chicho, Longueira, Tonecho, Calderón y Ángel.


Los juegos en la huerta del sanatorio

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Nací en la localidad leonesa de La Magdalena, de donde mi familia —formada por mis padres, Manuel y Amelia, y mis hermanas Cándida, Meli y Teresa— se vino cuando yo tenía seis años. Al llegar nos instalamos en la calle Europa, después en la de Baldaio y finalmente en Francisco Tettamancy, cuyos alrededores eran todo huertas, mientras que las calles estaban sin asfaltar. Mi padre trabajó en una empresa de transformadores y montajes eléctricos, mientras que mi madre lo hizo en el hotel España, mi hermana Meli en Louzao y Cándida en Calzados Vogue, mientras que Tere se encargó de la casa.

Roberto, segundo por la izquierda agachado, con sus compañeros del equipo de fútbol del Vioño. / la opinión
Mi primer colegio fue el don Rafael Vidal en la calle de la Paz, donde estuve hasta segundo de bachiller, de donde pasé al instituto Masculino por nocturno y después al de Zalaeta, donde terminé mis estudios. En mis primeros años en la ciudad todo me parecía grande porque estaba acostumbrado a vivir en una pequeña población donde todos nos conocíamos, por lo que me costó adaptarme. Mis primeros amigos fueron Paco Bayo, José Manuel Temprano, Martín, Pepín, Alejandro, José Antonio, Muiños, Santi, Milagros, Pili, Isabel y Beatriz, de quienes tengo buenos recuerdos por los juegos y los buenos ratos que pasamos hasta la edad en la que me puse a trabajar.
El lugar en el que solíamos jugar era el solar del antiguo manicomio de la calle San Luis, al que llamaban Conxo, en el que había frutales y un buen campo, por lo que saltábamos la muralla que lo rodeaba y nos poníamos a jugar hasta que el personal del sanatorio venía corriendo para que nos fuéramos. El que más genio tenía al echarnos broncas era el cura de la parroquia de San Rosendo, que estaba pegada al sanatorio y compartía la huerta. También jugábamos en la zona de Ángel Senra, donde nos juntábamos con otra pandilla en la que estaban Jaime Codesal, Julio Cabarcos, Pepe el rubio, los gemelos Medín y Cerigui, Joe y Tata, con quienes lo pasábamos fenomenal jugando por la zona de San Cristóbal hasta casi llegar a la Casa Cuna, donde había un cuartel de Artillería con un pequeño camino a su alrededor que llevaba hasta la antigua Granja Agrícola y el campo de fútbol de la Granja.
Con el tiempo, mi pandilla empezó a pasar por el club de la Sagrada Familia, donde escuchábamos música en el tocadiscos, jugábamos al tenis de mesa y al futbolín y actuábamos en obras de teatro, además de aprender a tocar la guitarra. Como casi todos mis amigos, tuve que ponerme a trabajar para ayudar a mi familia mientras estudiaba por la noche, por lo que con trece años empecé como botones en la cafetería Linares, donde estuve dos años, para luego pasar a la gestoría Rodríguez Tubío como auxiliar y chaval de recados y después a Sudeco. En esos años jugué al fútbol en los equipos del Maravillas, Unión Sportiva y Vioño, aunque tuve que dejarlo a causa del trabajo, que solo me permitía tener libres los fines de semana para salir con mis amigos, y eso con suerte, porque muchas veces también tenía que trabajar los domingos.
A los diecisiete años me fui voluntario a la mili en el Regimiento de Infantería Isabel la Católica, donde aprendí electricidad al estar destinado en Transmisiones, lo que me sirvió luego para trabajar en empresas de montajes telefónicos, lo que me permitió recorrer toda España, Andorra y el norte de Portugal para instalar líneas. Tras esta etapa trabajé en la empresa pesquera Isidro de la Cal como técnico y gestor de almacén, gracias a lo que conocí al dedillo Escocia e Irlanda. Dejé ese trabajo hace poco para dedicarme a la artesanía del macramé, con el que hago tapices, hamacas, cortinas, así como otros adornos en algodón, seda o yute, trabajos que ya expuse en Betanzos, el Club del mar y en el Liceo de Monelos.

El campeón con el florete

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Nací en Melilla, aunque me considero todo un coruñés porque al poco de nacer, mi familia, mis padres, Ramón y Matilde, se trasladaron a esta ciudad, donde criaron a una familia con trece hijos, que en el día de hoy suma cincuenta nietos y veintinueve biznietos. Mi padre, que era militar de profesión, fue un coruñés muy vinculado al deporte, puesto que durante muchos años dio clase de gimnasia y presidió además las federaciones provinciales de atletismo y baloncesto, así como las gallegas de fútbol y esgrima.

Ramón, primero por la derecha en la segunda fila, con su pandilla juvenil.
Los años de mi infancia fueron inolvidables, ya que transcurrieron jugando siempre jugando en la calle a las chapas, las bolas o el che, así como otros muchos en los que también tenían cabida las niñas. Entre mis amigos de aquel tiempo están los de mi calle y los del colegio de los Salesianos, en el que estudié hasta los once años, como Benito Morán, Salvador Souza, Rafa Canales, Juan Antonio Dans, los hermanos Pastur y Esteban, además de las amigas Margarita Taboada, Kuili Pellejero, Laura Nieves y Elvira Bonet.
Guardo buenos recuerdos de mi paso por los Salesianos, ya que fui un buen alumno pero también hice trastadas con los compañeros que me valieron más de un castigo. Como me hicieron entrar en el coro del colegio como segundo solista, no me dejaban jugar en el recreo y tenía que ingeniármelas para que el sacerdote al que llamábamos Chapi no me viera, ya que si lo hacía, me cogía por una oreja y me llevaba al ensayo, aunque ese coro me valió para que me perdonaran muchas faltas de puntualidad y mal comportamiento. Al salir de ese colegio fui a la Academia Galicia, donde terminé los estudios de bachiller y tuve como compañeros a Jaime Prieto-Puga, Victoriano Reinoso, Secundino Ameijeiras y Luis Mariñas.
Cada vez que había campeonatos de atletismo en los Cantones, los chavales de la pandilla nos pasábamos todo un mes haciendo competiciones en la calle, donde usábamos una vara larga como jabalina, un charco y unas cajas viejas para las carreras de obstáculos y cualquier objeto atado con una cuerda para el lanzamiento de peso. Lo mejor que usábamos en estos juegos era el cronómetro que usaba mi padre en las pruebas de atletismo, que le cogía sin que se enterara y que aún conservo. Cuando había concursos de hípica los imitábamos saltando y corriendo en la plaza de Millán Astray, para enfado de Pepe el jardinero, que nos ponía a pan pedir por estropear los jardines.
Como me gustaban los deportes, empecé a practicar esgrima en la Hípica, donde quedé campeón gallego juvenil en cinco ocasiones, mientras que fui tercero en varios campeonatos de España y campeón nacional juvenil en la modalidad de sable. Como para competir tenía que restar tiempo para los estudios, cuando me invitaron a viajar a Italia no pude ir porque mi padre no me dejó, de forma que fui dejando poco a poco este deporte y comencé a estudiar en la Academia General Militar de Zaragoza, tras lo que ingresé en la Legión, en la que serví durante muchos años, hasta que después ocupé el cargo de comandante militar de Melilla y finalmente regresé a esta ciudad para ser ayudante del capitán general de Galicia en 1987, tras lo que pasé a la reserva para disfrutar de mi familia, compuesta por mi mujer, Teresa, y mis seis hijos: Isabel, Teresa, Ramón, Jaime, Pedro y Jesús, además de mis cinco nietos.
Cuando venía de permiso me reunía con mis amigos para recorrer las calles de los vinos, en unos tiempos en los que todos nos conocíamos y que ya no volverán por los cambios generacionales que se han producido, ya que la ciudad es ahora más moderna y es conocida en casi todo el mundo. Una de las pérdidas más importantes que he sentido es que se prohibiera a los ciudadanos entrar al puerto, ya que fue un lugar en el que muchas personas jugamos de niños, mientras que otras iban a pescar o a ver la llegada y la partida de los pesqueros y todo tipo de barcos sin que hubiera ningún problema, ya que recuerdo cómo venían los mercantes a descargar los plátanos de Canarias o el mineral de hierro, así como los juegos en el secadero de tablas tras la Comandancia de Marina.

Tardes de domingo en el Equitativa

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Nací y me crie en la calle Herrerías, en la Ciudad Vieja, donde viví con mis padres, Germán y Marisa, y con mi hermano Germán. Mi primer colegio fue el de los Maristas, en el que estudié hasta los quince años, para pasar luego al del Ángel, en la plaza de Lugo, y terminar el bachiller en el Instituto Masculino.
Mis primeros amigos fueron los de la calle y el colegio, entre los que se encontraban García Dornelas, Emilio López de Paz, María Jesús Domínguez, Fernando Ramos, Olvido Mallo, Luis Facal, Miguel Pérez Romero y Nieves Rodríguez, con quienes jugaba en la zona de La Marina, la Dársena y la plaza de María Pita, que casi siempre estaba ocupada por un gran número de pandillas de todo el barrio, ya que estaba sin asfaltar y se podía jugar a la pelota siempre que no nos viera el guardia municipal que estaba en el Ayuntamiento, que intentaba quitárnosla, aunque pocas veces lo conseguía, ya que los chavales corríamos más y nos daba tiempo incluso a torearle.

Guillermo D�az, junto a Isaac D�az Pardo, en un acto del Ateneo de A Coruña

Para mi hermano y para mí el cine favorito era el Equitativa, ya que todos los fines de semana íbamos a visitar a nuestro tío, Carlos Gómez Carrera, quien nos daba siempre una propina que nos gastábamos en esa sala, que quedaba muy cerca de su casa y que además era de sesión continua, por lo algunas veces veíamos la película varias veces. En mi época de estudiante en los Maristas todos los compañeros hacíamos lo que podíamos para pasarlo bien y cuando Peteiro, el cura que nos confesaba, nos pedía que le contáramos todo lo que habíamos hecho, le decíamos lo que se nos ocurría, por lo que nos mandaba rezar un montón de avemarías, aunque no le hacíamos caso.
Nuestras playas favoritas en verano eran las de San Pedro de Veigue y Perbes, que quedaban lejos, por lo que íbamos a ellas en los Seat 600 de segunda mano de alguno de nuestros padres, en los que nos metíamos ocho personas sin que nos dijeran nada, ya que apenas había Guardia Civil de Tráfico. También solíamos ir a la playa de Mera en lancha y en el autocar de la empresa A Nosa Terra, que salía de la Dársena. Otro lugar al que acostumbrábamos a ir era La Solana, ya que aprovechábamos los pases de los amigos que eran socios. Recuerdo que los empleados de la piscina, Antonio y Maruja, nos llamaban la atención cuando nos tirábamos en plancha para salpicar a las chavalas.
Durante mi etapa en el Masculino hicimos un periódico del instituto llamado Nosa Xente, en el que colaboraron César Antonio Molina, José Ramón Fernández Otero, José Antonio González y Gonzalo Martín Uriarte, que con el tiempo fueron reconocidos coruñeses. Una vez que teníamos escrito el periódico, teníamos que llevar el borrador a la oficina de Información y Turismo en Durán Loriga, donde casi siempre nos echaban la bronca por lo que escribíamos, por lo que nos prohibían muchos artículos, aunque al final publicábamos todo y como éramos jóvenes nos librábamos de las sanciones.
La buena vida se me acabó cuando empecé los estudios de Derecho en Santiago, donde mi hermano cursó Medicina, en ambos casos gracias al gran sacrificio que hicieron nuestros padres, por lo que siempre les estaremos agradecidos. Cuando podíamos, cogíamos el Castromil para venir a casa los fines de semana y estar con los amigos. Cuando acabé los estudios empecé a trabajar con mi abuelo, el conocido abogado Carlos Echeverría, cuyo padre fue ministro de la República, y desde entonces he desarrollado mi profesión hasta el día de hoy.
Fui uno de los fundadores del Ateneo Curros Enríquez, que presidí desde 1984 a 2000, año en el que desapareció la entidad, que también dirigieron el médico Pablo Uriel y el magistrado Claudio Movilla. Durante aquellos años conocí a personas como Carmen Marón, Rafael Bárez, Fuco Antas, José Antonio Rilo y Suso Alonso. En esa etapa de mi vida también me casé y tuve un hijo, llamado Guillermo, que sigue mi profesión.

Sesiones de cine con el proyector cubano

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Nací y me crié en los primeros años de mi infancia en la calle de la Amargura, en la Ciudad Vieja, donde vivían mis padres, Cesáreo y Elia, así como mis hermanos Cesáreo —conocido como Nenocho—, Marilí, Elisa y Javier. Mis padres fueron muy conocidos por haber tenido en la calle Cordelería la empresa Cafés Siboney, que ahora sigue en activo en O Burgo y Baiona. Mis padres eran naturales de Lugo y en plena Guerra Civil decidieron venir a esta ciudad para abrir una pequeña tienda de ultramarinos llamada Mantequerías Gallegas, en el solar que luego ocuparía el edificio de El Pote, conocido como el Corralón, donde estaba la Guardia Civil y que tenía salida por la zona de la plaza de toros.
Mi primer colegio fue el de los Tomasinos, que estaba ubicado en la casa Cornide, donde estuve dos años, tras lo que pasé a los Maristas hasta quinto de bachiller, que terminé en el instituto Masculino. Durante mis primeros años de infancia tuve como amigos a los hermanos Mengotti, Nonito Pereira, los hermanos Roel, Peleteiro y Jorge Teijeiro, a quienes conocí cuando la familia se fue a vivir a Alfredo Vicenti, en cuyos alrededores todavía había bastantes huertas.
Lo que más nos gustaba era jugar a la pelota, para lo que usábamos como portería la puerta del almacén de patatas de Cebrián, que fue presidente del Deportivo. Cerca de allí mi padre abrió una lechería donde hoy se encuentra la cafetería Taboo.

El autor, segundo por la izquierda agachado, con sus amigos en un campamento de la OJE en Gandar�o. / la opinión
Mi padre se hizo conocido en la ciudad por dirigir la famosa empresa Cafés Siboney, que aún hoy persiste
Mi madre nació en Cuba y se trajo de allí todo lo que pudo, porque gran parte de lo que tenía se lo quedó el gobierno cubano. Entre lo que consiguió quedarse estaba un pequeño proyector de cine con películas que era todo un lujo en aquella época. Con aquel aparato pudimos divertirnos todos los hermanos y nuestros amigos haciendo sesiones de cine en casa. A partir de los doce años empezamos a ir a los futbolines de Casal en Riazor, quien después pondría un carrito de chucherías en el instituto Eusebio da Guarda, donde tuvo una mona que le hizo muy popular.
Otro personaje conocido en esta época fue Clemente, el rey de las piruetas, que en la calle del Derribo, hoy Nuestra Señora del Rosario, hacía virguerías con la bicicleta, así como en todas las cuestas y escalinatas con una gran pendiente. Un recuerdo de aquellos años es cuando íbamos a las playas o a General Sanjurjo enganchados en el tranvía Siboney, lo que era una aventura, ya que en uno de estos viajes me di un buen golpe al saltar en marcha cuando el tranvía no paró en el sitio en el que solíamos bajar. A causa de aquella caída me fastidié las piernas y los brazos al rozarme contra los adoquines. El cine que más nos gustaba a los chavales era el Hércules, donde los chavales nos metíamos con el acomodador Chousa, aunque teníamos que tener cuidado con Isidoro, el del ambigú, porque conocía a mi padre y si hacíamos alguna trastada podía contárselo.
Al acabar de estudiar me puse a trabajar con mi padre, para lo que entraba a las siete de la mañana y salía muchas veces a las once de la noche, incluidos los domingos, por lo que cuando tenía un festivo libre me faltaba tiempo para estar con la pandilla y disfrutar de los guateques que hacíamos en El Patio, en la calle de los Olmos, donde cobrábamos dos pesetas por la entrada y los primeros en llegar se comían las pocas tapas que nos ponían. También solía asistir a los bailes de  La Granja, la Parrilla y el Finisterre.
A los veintiún años me fui a la mili, que hice en la Marina a bordo del Sálvora, donde su comandante me dijo que era el peor marino que había pasado por el barco, ya que me mareaba incluso cuando estaba atracado en el puerto. A los veintitrés años me casé con la coruñesa María del Carmen Ferreiro Bocija, a quien conocí en las fiestas de San Pedro de Visma, con quien tuve dos hijas, Mónica y Carmen, que me dieron como nietos a Alejandro y Carmen.
Llegué a ser concejal en el Ayuntamiento por  La Coruña Unida, encabezada por Joaquín López Menéndez
Cuando dejé de trabajar con mi padre pasé a la compañía de seguros La Sud América y después de muchos años abrí mi propia correduría, en la que me jubilé. Durante esa etapa de mi vida fui concejal en la candidatura independiente  La Coruña Unida, de la que también formaban parte Joaquín López Menéndez, Álvaro Someso, Luis Ripoll y Carmen Fernández Gago. También en esos años decidí hacerme socio del Club de Leones de La Coruña, el primero fundado en esta ciudad, ya que siempre me gustó la labor social y la ayuda a los demás, lo que esta entidad internacional hacía por todo el mundo. Después de más de treinta años en el club me animé a crear con otras personas el de Oleiros, del cual soy presidente y que espero dirigir con la misma ilusión y trabajo que puse en el anterior.

Tardes de encuentros en el Avenida

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Nací en Ferrol, pero me considero una coruñesa más porque mi familia se trasladó aquí cuando yo tenía tres años y el resto de mi vida se desarrolló en esta ciudad, a la que mis padres, Maximino y Juana Francisca, y mis hermanas Francesca y Marieta se adaptaron perfectamente. Mi padre trabajaba para una empresa petrolífera americana en el desierto del Sáhara y cuando le ofrecieron venirse aquí para emplearse en la refinería no lo dudó ni un instante, por lo que participó en la construcción de esas instalaciones y trabajó en ellas hasta su jubilación.
El primer lugar en el que vivimos fue la calle Noia, donde estuvimos unos tres años y donde me atropelló una moto que me rompió la clavícula. Cuando tenía siete años nos trasladamos a la calle Nuestra Señora de la Luz, que entonces estaba rodeada de huertas y monte y que fue donde residí hasta que me casé. Mis primeros amigos los hice en el Liceo la Paz, el único colegio en el que estudié y donde lo pasé muy bien en aquellos años, por lo que recuerdo con mucha nostalgia a amigas como Mari Luz Figueroa, Marisa Ortiz, Marina Sarandeses, Carolina Vázquez Jones y María Vila, con quienes mantengo una gran amistad.

Mar�a del Carmen, primera por la derecha, con todas sus amigas en la discoteca Manuel, en Santa Cristina. / la opinión
Nuestros padres nos bajaban a jugar a la plaza de Vigo para que conociéramos a niñas de esa zona. Todavía tengo en la memoria el recuerdo de cuando íbamos allí con un pequeño patito que correteaba a sus anchas por la plaza y que gustaba a todas las niñas, por lo que el pobre acababa mareado de todas las veces que lo cogíamos. Los fines de semana los pasábamos, al igual que muchos niños de nuestra época, haciendo visitas familiares y cuando teníamos tiempo lo aprovechábamos para jugar en la calle o en las casas, ya que hasta los quince años no nos dejaron salir en pandilla.
Los domingos solíamos acudir al cine del Liceo, hasta que poco a poco empezamos a disfrutar en grupo bajando al centro de la ciudad, lo yo hacía siempre con mis amigas Coral y Mari. El encuentro con el resto de las amigas se hacía en el cine Avenida, que era uno de nuestros favoritos, además del Riazor, que era uno de los más modernos, aunque sin olvidarnos de los teatros Rosalía y Colón. En aquella época siempre había grandes colas para comprar las entradas y había que ir casi una hora antes para conseguir buenas localidades y que no nos dieran las primeras filas, donde se acababa mareado por estar tan cerca de la pantalla.
A partir de los dieciocho años empezamos a recorrer las calles de los vinos, donde nuestros lugares habituales de parada eran El Quijote, el Somoza, el Cocodrilo, el Priorato, la Patata y La Bombilla. A esa edad ya nos permitían llegar más tarde a casa, por lo que muchas veces aprovechábamos para ir en pandilla al baile de la discoteca Playa Club. En verano acudíamos a las playas de Santa Cristina y Mera, a las que íbamos en lancha o en el viejo autocar de la empresa A Nosa Terra. La Semana Santa era un aburrimiento para las chicas, ya que nos pasábamos el día leyendo tebeos o jugando al parchís esperando para poder salir a divertirnos. Las fiestas que más nos gustaban eran las del Casino, de las que guardo un gran recuerdo y a las que entrábamos gracias a que algunas de las amigas eran socias y nos colaban al resto de la pandilla.
Mi primer trabajo fue de secretaria en una conocida constructora coruñesa, donde supe lo que fue ganar el primer sueldo, que como muchas otras chicas entregaba en casa para quedarme solo con lo necesario para mis gastos. Mi segundo empleo fue de colaboradora de Rosa Sánchez, una conocida maquilladora de cine y teatro, aunque tuve que dejar este trabajo cuando me casé para cuidar de mis dos hijos, Felipe y María. Cuando estuvieron crecidos volví a trabajar en actividades como la hostelería y el comercio textil hasta mi jubilación, en la que me encuentro viuda.

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