Nací en Ferrol, pero me considero una coruñesa más porque mi familia se trasladó aquí cuando yo tenía tres años y el resto de mi vida se desarrolló en esta ciudad, a la que mis padres, Maximino y Juana Francisca, y mis hermanas Francesca y Marieta se adaptaron perfectamente. Mi padre trabajaba para una empresa petrolífera americana en el desierto del Sáhara y cuando le ofrecieron venirse aquí para emplearse en la refinería no lo dudó ni un instante, por lo que participó en la construcción de esas instalaciones y trabajó en ellas hasta su jubilación.
El primer lugar en el que vivimos fue la calle Noia, donde estuvimos unos tres años y donde me atropelló una moto que me rompió la clavícula. Cuando tenía siete años nos trasladamos a la calle Nuestra Señora de la Luz, que entonces estaba rodeada de huertas y monte y que fue donde residí hasta que me casé. Mis primeros amigos los hice en el Liceo la Paz, el único colegio en el que estudié y donde lo pasé muy bien en aquellos años, por lo que recuerdo con mucha nostalgia a amigas como Mari Luz Figueroa, Marisa Ortiz, Marina Sarandeses, Carolina Vázquez Jones y María Vila, con quienes mantengo una gran amistad.
Nuestros padres nos bajaban a jugar a la plaza de Vigo para que conociéramos a niñas de esa zona. Todavía tengo en la memoria el recuerdo de cuando íbamos allí con un pequeño patito que correteaba a sus anchas por la plaza y que gustaba a todas las niñas, por lo que el pobre acababa mareado de todas las veces que lo cogíamos. Los fines de semana los pasábamos, al igual que muchos niños de nuestra época, haciendo visitas familiares y cuando teníamos tiempo lo aprovechábamos para jugar en la calle o en las casas, ya que hasta los quince años no nos dejaron salir en pandilla.
Los domingos solíamos acudir al cine del Liceo, hasta que poco a poco empezamos a disfrutar en grupo bajando al centro de la ciudad, lo yo hacía siempre con mis amigas Coral y Mari. El encuentro con el resto de las amigas se hacía en el cine Avenida, que era uno de nuestros favoritos, además del Riazor, que era uno de los más modernos, aunque sin olvidarnos de los teatros Rosalía y Colón. En aquella época siempre había grandes colas para comprar las entradas y había que ir casi una hora antes para conseguir buenas localidades y que no nos dieran las primeras filas, donde se acababa mareado por estar tan cerca de la pantalla.
A partir de los dieciocho años empezamos a recorrer las calles de los vinos, donde nuestros lugares habituales de parada eran El Quijote, el Somoza, el Cocodrilo, el Priorato, la Patata y La Bombilla. A esa edad ya nos permitían llegar más tarde a casa, por lo que muchas veces aprovechábamos para ir en pandilla al baile de la discoteca Playa Club. En verano acudíamos a las playas de Santa Cristina y Mera, a las que íbamos en lancha o en el viejo autocar de la empresa A Nosa Terra. La Semana Santa era un aburrimiento para las chicas, ya que nos pasábamos el día leyendo tebeos o jugando al parchís esperando para poder salir a divertirnos. Las fiestas que más nos gustaban eran las del Casino, de las que guardo un gran recuerdo y a las que entrábamos gracias a que algunas de las amigas eran socias y nos colaban al resto de la pandilla.
Mi primer trabajo fue de secretaria en una conocida constructora coruñesa, donde supe lo que fue ganar el primer sueldo, que como muchas otras chicas entregaba en casa para quedarme solo con lo necesario para mis gastos. Mi segundo empleo fue de colaboradora de Rosa Sánchez, una conocida maquilladora de cine y teatro, aunque tuve que dejar este trabajo cuando me casé para cuidar de mis dos hijos, Felipe y María. Cuando estuvieron crecidos volví a trabajar en actividades como la hostelería y el comercio textil hasta mi jubilación, en la que me encuentro viuda.