Nací en Madrid, pero cuando tenía cinco años mi familia —formada por mis padres, Victoriano y Concepción, y mis hermanos Luis, Conchi y María del Carmen— se vino a vivir a esta ciudad, donde mi padre venía a buscar pescado para transportarlo a la capital en un camión, con el que tuvo en accidente en la localidad leonesa de Bembibre en el que falleció años más tarde. Nos instalamos en la calle Mariana Pineda y mi primer colegio fue el Concepción Arenal, donde hice los estudios primarios, para luego pasar a la Escuela de Maestría Industrial.
Mis primeros amigos fueron los de la calle, como Amadeo, Fernando, Manolito, Sampayo y los hermanos Balay, con quienes formé mi pandilla, a los que sumé mis compañeros del colegio. Jugábamos en la propia calle y en los numerosos campos y huertas que había en los alrededores, por lo que nos sobraba sitio para disfrutar con tranquilidad de los juegos de siempre, como las chapas, la bujaina, las bolas y sobre todo la pelota, que hacíamos con restos de trapos y papeles que atábamos con cuerdas o envolvíamos con un calcetín viejo.
Organizábamos partidos con todas las pandillas de la zona y si aparecía algún balón de verdad la felicidad era total. Para que la pelota no se estropeara, solíamos buscar lugares que tuvieran mucha hierba, lo que también evitaba que nos lastimáramos las piernas con las rozaduras, ya que teníamos que curarlas con agua caliente o alcohol, que era la única medicina de nuestra época. Si nos hacíamos alguna herida grave, como las que se producían en las batallas a pedradas, teníamos que ir a la Casa de Socorro, donde con una grapa y esparadrapo nos curaban todo.
Cuando tenía doce años me apunté en el equipo de Maestría, en el que permanecía mientras estudié allí, tras lo que luego pasé al Vioño, donde estuve cinco años. Posteriormente fiché por el Fabril y después entré en el fútbol profesional al ingresar en el Deportivo, donde tuve como compañeros a Cobas, Vales, Piño, Luis, Cholo, Beci y Moncho, entre otros, con quienes tuve el honor de jugar durante cuatro años, tras los que fui cedido un año al Salamanca. Me retiré del fútbol a los 32 años en el Lugo, tras haber pasado una etapa importante de mi vida en la que viajé por toda España e hice grandes amigos en mi profesión, en especial los del Deportivo, donde tengo que hacer un agradecimiento especial a quien fue mi entrenador, Arsenio Iglesias.
Mi afición por el fútbol me quitó mucho tiempo para divertirme con la pandilla, sobre todo cuando estudiaba y trabajaba al mismo tiempo con mi abuelo en la Renfe como chaval de los recados cobrando recibos en el puerto, ya que muchas veces tuve que dejarle solo para salir corriendo a jugar en el campo de La Granja, a donde ya llegaba cansado antes de empezar a jugar. Cuando terminaba el partido, me daba una ducha fría y volvía para casa. El fútbol me quitó muchas diversiones con mi pandilla como los bailes y las fiestas, pero también me dio muchas satisfacciones y aventuras, como cuando jugábamos torneos regionales en Malpica o Caión, ya que cuando ganábamos al equipo del pueblo muchas veces teníamos que salir corriendo hacia el autocar y salir escoltados por la Guardia Civil, mientras que cuando perdíamos nos invitaban a tomar de todo.
Al acabar mi carrera de futbolista tuve la suerte de que me llamara para trabajar Amancio Ortega, que conocía a mi abuelo, por lo que entré a trabajar en la fábrica de confecciones Goa, su primera empresa, situada en O Ventorrillo, donde también entraron a trabajar mis hermanos y de donde pasamos a Zara hasta que nos jubilamos. Me casé con Ángeles, una coruñesa de la calle Noia con quien tengo dos hijos, Víctor e Iria. La conocí en el bus en el que iba a entrenar todos los días a Riazor y un día se me dio por invitarla a un café, tras lo que saltó la chispa y desde entonces vivimos felices hasta hoy.