Nací en la avenida de A Sardiñeira, si es que entonces se le podía llamar avenida, ya que no había más huertas y unas pocas casas, además de la fábrica de conservas de cuyo nombre no me acuerdo. Mi familia la formaban mis padres, Manuel —que se dedicó siempre a la ebanistería— y Luisa, y mis hermanos Manolo, Gonzalo y Luisa. Mi primer colegio fue el de don Rafael Vidal en la glorieta de la Paz, en el que estuve hasta los doce años, tras lo que pasé al instituto Masculino y más tarde a la Escuela del Trabajo, en la que hice la especialidad de Electrónica.
Mis primeros amigos fueron los de mi calle y el colegio, como Manolo Rodríguez Calvo, Eugenio, Gelucho, Pepe, Manel Eiroa, Fernando Bermúdez, Balay, Méndez, Gelines, Cristina, Esperanza y los hermanos Fina y Suso Mourazo. Con toda esta pandilla lo pasaba fenomenal jugando a batallas que reproducían las aventuras que habíamos visto en las películas que proyectaban en los cines Monelos o España. Si era de romanos buscábamos madera para hacernos espadas y si era de vaqueros, nos las ingeniábamos para fabricarnos unas pistolas.
Si no encontrábamos nada, organizábamos batallas a pedradas y cada uno tenía que preocuparse de vigilar su cabeza, aunque casi todos los miembros de la pandilla y de otras del barrio teníamos calvas de estas pedradas de las que nos mostrábamos orgullosos, ya que nos servían para quedar como valientes, sobre todo entre las chavalas de la calle, que tras los enfrentamientos hacían de nuestras enfermeras. Las batallas más temibles fueron siempre contra nuestros amigos del Borrallón por la puntería que tenían, ya que parece ser que se entrenaban tirando piedras a latas.
En esas batallas era un lujo tener un tirabalas de madera con una goma de cubierta de coche, ya que quien tenía este artefacto se ponía delante de la pandilla para aguantar las pedradas de todos los contrarios. También teníamos los tiratacos, que solo hacían un poco de ruido y que cargábamos con mondas de naranjas o tallos de margaritas. Lo pasábamos muy bien porque teníamos mucho espacio para jugar sin la presencia de coches, por lo que hacíamos partidos de fútbol con pelotas de trapo rellenas de hojas de pino y si aparecía un niño rico con una de goma le dejábamos ganar o marcar goles para que volviera otro día a jugar con nosotros.
En verano solíamos ir a la playa del Lazareto, a la que llegábamos enganchados a los trenes de mercancías que salían de la Estación del Norte, que nos llevaban hasta el cambio de agujas de San Diego. Cuando la playa estaba cerrada para que se bañaran los niños del Sanatorio de Oza, nos quedábamos en la playa de las Cañas, junto al castillo de San Diego, donde a veces nos bañábamos como Dios nos trajo al mundo o en calzoncillos porque no teníamos bañador, lo que además nos servía para bañarnos, ya que la mayoría de los chavales de mi época solo lo hacíamos los fines de semana y todos los hermanos juntos con el agua caliente que se calentaba en una pota sobre la cocina bilbaína.
A partir de los quince años empezamos a ir los guateques y fiestas a los que podíamos entrar sin pagar, como las que hacíamos en casas de los amigos cuando sus padres se iban, en las que siempre se montaban broncas por las protestas de los vecinos del piso de abajo a causa del ruido que montábamos. Cuando teníamos dinero solíamos ir al Petit Lar, en la calle de la Galera, donde actuaban los primeros grupos yeyés de la ciudad, época en la que empezamos a vestir pantalones de campana y a dejarnos el pelo largo para parecernos a los Beatles.
Al acabar de estudiar me puse a trabajar como aprendiz en el servicio técnico de televisores Werner, tras lo que hice la mili en Melilla, donde estuve un año sin venir a casa porque se tardaba mucho tiempo en hacer el viaje desde allí. A la vuelta comencé a trabajar en la empresa de telefonía Ericsson, en la que desarrollé toda mi vida laboral. Me casé con la coruñesa Pilar Ramos Hermida, a quien conocí con mi pandilla en los jardines de Méndez Núñez, y tengo con ella tres hijos —Ovidio, Pilar y Ángel—, que ya nos dieron dos nietos, Sabela y Laura.
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Los valientes que jugaban a pedradas
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