Nací en la avenida de Hércules, donde viví con mis padres, Emilio y Dolores, y mis hermanos Mari Loli, Loli, José Luis, Emiliano, Rafael, Manolito y Mari Carmen. Algunos de ellos nacieron en Cartagena, Santiago y Palma de Mallorca debido a que mi padre, capitán de Artillería, estuvo destinado en esas ciudades hasta que le enviaron aquí, donde terminó su carrera militar.
Mi primer colegio fue el Suevia, que dirigía con mano dura la profesora doña Concha, aunque guardo un grato recuerdo de él a pesar de la mucha leña que nos daban, sobre todo cuando hacíamos trastadas con los tinteros y los pupitres. Recuerdo que los chavales del colegio nos sabíamos de memoria las capitales del mundo, los reyes godos, los ríos, cordilleras y montes de España, así como todas las historias religiosas gracias a aquellos libros de lecturas que servían para todos los hermanos de la familia.
En aquella época maravillosa tuve como compañeros y amigos de la calle a Amador, los hermanos Fraga y Santo Domingo, Manolo Míguez, José Oubel, Chiqui, Luis Ferrer, Chema, Emilio, Arévalo, Lucho, Alfre, Ana y su hermana de la lechería, María de los Ángeles Ribada, Chichita, Marisa y Carmen Riadigos, así como Nando, quien fue mi mejor amigo de la infancia y lo sigue siendo en la actualidad. Casi todos ellos vivían en las calles Noya, Vizcaya, Santander y la Paz, zona a la que se trasladaron mis padres y donde vivimos todos los hermanos hasta que nos casamos.
Nuestros juegos los hacíamos en la calle, en una época en la que se empezaban a asfaltar las calzadas, ya que casi todas eran de tierra y por eso podíamos jugar al che, la bujaina, las bolas y hasta la mariola con las chavalas. Con las pocas monedas que nos daban los domingos, cambiábamos tebeos en la librería El Caballito Blanco, del señor Maxi, que para nosotros era todo un ogro por la cara tan seria que nos ponía a los chavales. También estaban la tienda del señor Juan y la señora Pilar, y la de Aurorita, que era la más famosa de la zona porque vendía de todo lo poco que había en aquella época. Cuando comprábamos allí pipas o chufas a granel, nos las medían con cubiletes del parchís y si subía el precio, les rellenaban el fondo con papel para que cupieran menos.
Los domingos solíamos ir a cines como el España, Monelos, Doré o Finisterre, donde íbamos a ver películas de aventuras que casi siempre eran de vaqueros o de romanos. En nuestra juventud comenzamos a a bajar a los cines del centro, como el Coruña, Avenida, Colón o Rosalía. En este último solíamos ir a la grada de general, donde recuerdo que en una fiesta del instituto Masculino, en el que estudiaba en aquel momento, nos juntamos casi cincuenta estudiantes para ir a ver La reina de Saba, protagonizada por Gina Lollobrigida y que era autorizada solo para mayores. Tuvimos que esperar a que la película empezara y que se marchara de la puerta el policía secreto para poder entrar, ya que el acomodador nos dejó subir a todos. Cuando en la película se le vio medio pecho a la protagonista, se armó un follón entre todos nosotros que solo nos valió para que nos mandaran a la calle.
También solíamos acudir al club Santa Lucía para tratar de colarnos en las veladas de boxeo en las que participaba José Grandío, que era de nuestra calle, así como para ver entrenar al club de baloncesto femenino Medina. Recuerdo además a Amancio, que vivía en la casa de doña Celia, la de la mercería de la calle Vizcaya, que jugaba en el Victoria con Jaime Blanco y Moncho y que volvía con su buzo azul de la fábrica en la que trabajaba y se ponía a dar pases con el balón que le dejábamos.
Al acabar de estudiar empecé a trabajar en la carpintería de Paco Caridad en la calle Ciudad de Lugo como oficinista y después lo hice en la central de Telefónica en San Andrés, donde estuve quince años. Más tarde pasé a Confecciones Vecino y finalmente creé la empresa de informática Einsa, en la actualidad Zeus, donde soy ahora el analista programador más antiguo de España, ya que empecé en 1969, cuando aún se fabricaba el primer ordenador para Telefónica.